Publicado el 11.02.2016.10:22 pm
Venezuela tiene un modelo social y económico insostenible, su inviabilidad no es por razones políticas, si no por razones económicas ilustradas en matemática básica: ¡se gasta más de lo que ingresa!; la realidad actual ha resultado ser muy pedagógica y ha demostrado incuestionablemente que el modelo no se puede mantener, sobran los ejemplos.
Es ineludible e impostergable tomar medidas para afrontar la situación económica. En ese sentido, una de las medidas que clama las arcas del Estado es la revisión y priorización de lo que los economistas llaman transferencias.
Estas se refieren a un “pago que no retribuye una actividad productiva sino que supone una redistribución de la renta” es decir, salarios sociales, pensiones, becas, donaciones, subsidios etc. Que esto no se malinterprete, es justicia la ampliación de la base de jubilados, la homologación de estas pensiones con el sueldo mínimo, la dotación a estudiantes de computadoras canaimitas y tabletas, el subsidio de alimentos a través de Mercal y muchos otros programas que el Gobierno ha llevado a cabo, son justos, son necesarios.
Lo que debe revisarse son las transferencias millonarias que año a año tiene que hacer el Estado subsidiando empresas “productivas” tales como las empresas de Guayana (quebradas pero con contratos colectivos asombrosos), las empresas procesadoras del agro (CVAL y afines) entre una multiplicidad de nombres y acrónimos que llevaría muchas páginas nombrar; todas fueron creadas como proyectos productivos, y deberían producir, ser rentables y aportar al Tesoro Nacional, no cargarse en el.
Cuando se insiste irreflexivamente en hacer las cosas de una manera, a pesar de reiterados resultados adversos, y mantener el modelo “como sea”, se corre el riesgo de pasar de lo sublime a lo ridículo en un segundo, y puede suceder lo de la fabula caricaturesca del hombre que vendió su carro para poder comprarle los cauchos.
Algo similar está pasando en nuestro país cuando se llevan a cabo unos controles y unos subsidios al extremo, bajo la argumentación de proteger a los desposeídos y reducir las desigualdades cuando en realidad, al llevar al límite esta política sucede exactamente lo contrario. Viéndolo estructuralmente se trata de una política social que implica un gasto que el Estado no puede ya sostener y tendrá que reducir, y para aderezar el drama, la percepción de la población es que eso que se le da gratis o casi gratis (gasolina, casas, divisas) es un “derecho adquirido”, al tener entonces que reducir la cantidad, intensidad y cobertura de estas ayudas o programas sociales, lo más probable es que se produzca una crisis política; incomodidad, molestia, desconcierto.
Esas son las consecuencias de lo que Norberto Bobbio, autor del conocido Diccionario de política, advierte como el resultado de “una práctica política que se apoya en el sostén de las masas favoreciendo y estimulando sus aspiraciones irracionales y elementales y desviándolas de la real y consciente participación activa en la vida política.
Esto se produce mediante fáciles promesas, imposibles de mantener (…) más allá de toda lógica de buen gobierno” Esas líneas entre comilladas que usted acaba de leer corresponden a la definición de Demagogia. Juzgará usted si se parece o no a la situación que vive Venezuela.
Quizá lo más dramático de todo este contexto es la ausencia de propuestas por parte de las diversas fuerzas sociales y políticas; no presentan planteamientos programáticos o visiones de país, más allá de los discursos y la ya acostumbrada fraseología. Este país necesita una propuesta, un Proyecto Nacional… ojalá aparezca por ahí.
Por: Ricardo Ríos
Politólogo/ Presidente de Poder y Estrategia
Twitter: @riosdefrente