Publicado el 28.03.2017.4:09 pm
¿Cuánto tarda un enfermo hospitalizado en curarse en este país? ¿Cuánto de azar y de suerte decide su destino, si ha de vivir su experiencia hospitalaria, bordeando la muerte a cada instante, si le toca ingresar a terapia intensiva? ¿Por qué razón los venezolanos hemos de vivir el dolor y el miedo a la pérdida o la pérdida misma, cada vez que un ser querido se enferma, sufre un accidente, adolece de una enfermedad terminal o ingresa a un hospital por razones preventivas y termina convirtiéndose en un eslabón más de la cadena de la crisis de salud, que ni siquiera lo toma en cuenta a la hora de levantar las estadísticas?
No sabemos la respuesta. No hay medicinas y la mayor parte de los hospitales están técnicamente “cerrados” aunque sus puertas estén abiertas y abarrotadas por enfermos y sus familiares a la espera de atención. Están desabastecidos e inoperantes, con quirófanos cerrados o funcionando a medias, sin insumos y sin especialistas. Ni hablemos de la emigración de médicos y profesionales, cuyo alcance no termina de ser asimilado aún. La atención privada tampoco es garantía, pues, trátese de una clínica o de un hospital, el seguro se consume rápidamente y su familia y red de amigos, han de convertirse en pesquisas de unas medicinas, cuyo destino en muchos casos es el de formar parte de un nuevo modo de corrupción no solo económica, sino moral. Me refiero a esa forma terrible de “emprendimiento” negativo: la figura del “bachaqueo”, que en el campo de la salud, no sólo juega con la vida de la gente, sino que se aprovecha de la ineficacia y la corrupción de las instancias responsables de garantizar la salud de Venezuela.
Los muertos y los enfermos ya no forman parte de las estadísticas en Venezuela, porque simplemente, están invisibilizados. Vivir es una ruleta rusa, gracias al empecinamiento de un gobierno que se empeña en demostrar que usted no forma parte de las estadísticas de pacientes en riesgo, porque simplemente desde hace años, al decir de especialistas en el tema, no hay estadísticas actualizadas o se entiende por tales, el maquillaje de las cifras. Muchísimo más en el caso de los niños y jóvenes, cuya malnutrición les depara un destino terrible tanto en lo físico como en lo psíquico y que incluso se ha convertido en la primera causa de la deserción escolar.
Circulan historias que a veces parecen mitos urbanos dado lo grotesco de su contenido, pero que visto todo lo que nos está ocurriendo como sociedad, son factibles de creer. Por ejemplo, las toneladas de leche infantil que permanecen escondidas en galpones, cuyo destino es un misterio. O la comida que sigue vendiéndose contrabandeada en Colombia.
La Carta Democrática, paradójicamente, de ser aplicada, acentuará más las penurias, pues es un hecho político importante pero su incidencia no abarca lo económico. Planteada desde el año pasado, dio tiempo al gobierno de tomar las previsiones que no tomó para evitar su aplicación. Ha incurrido en esa versión de “secuestro” de las elecciones de Gobernadores, Alcaldes y Referendo. Han aumentado los presos políticos; los Derechos Humanos se vulneran en todos los niveles —basta ver la enumeración de DDHH vulnerados en todas las capas de la población venezolana, individual o colectivamente y que en las cárceles, los privados de libertad y sus familiares, sufren directamente las consecuencias de un sistema penitenciario ineficiente. Siguen secuestradas las instituciones electorales CNE y el TSJ, lo cual nos sigue conduciendo a una situación de explosión social y violencia, en un país cuya crisis económica se agrava y dispara formas de populismo impensables, cuyo aparato productivo se desintegra cada vez más y nuestra industria petrolera acelera la crisis de sustentabilidad.
La Carta Democrática aumenta la presión internacional mientras crea la esperanza de que la presión política internacional actúe a su vez en la política gubernamental. Sin embargo, continúa creciendo nuestra presión económica, cuya crisis humanitaria se visualiza a los ojos de todo el mundo en la salud, la alimentación y la inseguridad. Suenan voces autoritarias y represivas —la peor alternativa— en un país cuyos ciudadanos hemos demostrado hasta la saciedad, que preferimos una salida democrática, ajustada a la constitución y las leyes. Ignorarla, es la peor alternativa. Aplicarla, una solución paradójica
Marisela Gonzalo
Profesora y escritora
Twitter @palabreandoando